sábado, 24 de marzo de 2012

Los dueños del fuego

Apuntes sobre biblioclastía durante la última dictadura militar

Por Gonzalo Martínez Methol



El diccionario de la Real Academia Española, con su claro propósito fundacional de fijar las voces y vocablos de la lengua castellana en su mayor propiedad, elegancia y pureza”, sus veintidós ediciones, su Pleno de académicos, egregios especialistas en la lengua de Cervantes, su transparencia semántica y etimológica, no registra la palabra biblioclastia.  

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Quiero ponerme en sus zapatos, general. Mejor dicho: en sus botas. Son increíbles sus botas. Brillan como el carajo sus botas, general. Uno se las pone y mide medio metro más. Son botas para marchar y para patear. A uno le dan ganas hasta de dejarse el bigotito y hablar más fuerte, bien a lo macho. No hay mina que se te resista con unas botas así, ¿no, general? Mierda, qué pedazo de botas.  
Ahora que las tengo puestas, general, yo, un hijo de la democracia, hago el intento de pensar como usted.  
Pienso: “Es mentira eso que escribió Sarmiento sobre las ideas, antes de irse al exilio. Las ideas se matan. Qué joder. Las ideas peligrosas, que atentan contra Dios, la Patria y el Hogar, tienen la carne dura como el chimango. Pero si uno mete un chimango al fuego, arde lo mismo. Si vieran cómo arde la carne del chimango. Es una maravilla”.  
Pienso: “Las ideas son tan vulnerables al fuego como los hombres”.  
Pienso: “Los zurdos escriben mucho. Tienen la cabeza llena de bosta y los dedos rápidos. Las falanges gastadas, tienen. Muchos son un desperdicio de seso. Una lástima, los puede la vanidad: quieren subvertir el orden establecido, el orden que yo encarno y defiendo. Pero ningún zurdo escribe al ritmo del fuego. ¿Cuánto tarda usted para escribir una novela? ¿Tanto? ¿Sabe cuánto tardo yo en meterla a la parrilla? Y que nadie se olvide de esto: la parrilla, señores, es mía”.  
Pienso: “Yo soy el dueño del fuego”. 

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No sólo se sabían los dueños del fuego. Sabían muy bien lo que querían hacer, y cómo hacerlo. El genocidio cultural fue sistemático y obsesivo. No se trataba de comisarios panzones y analfabetos a los gritos. La censura estaba organizada y centralizada. La Dirección Nacional de Publicaciones tenía una infraestructura soberbia. El Proceso también contaba con recursos humanos para la censura: un ejército de analistas que en sus informes exhibían una capacidad interpretativa asesina.  
Entre los genocidas había, sí, grandes lectores.   

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En una oficina de la SIDE, un lector casto y aplicado decidió que Mascaró, el cazador americano, merecía el fuego.  
El presente libro, cuyo autor es Haroldo Conti, presenta un elevado nivel técnico y literario, donde el mencionado autor luce una imaginación compleja y sumamente simbólica.(…) 
Si bien no existe una definición terminológica hacia el marxismo, la simbología utilizada y la concepción de la novela demuestra su ideología marxista sin temor a errores. (…) 
El informe de ese censor, accesible hoy, es el cuento genial que muchos narradores soñaron y olvidaron apenas abrieron los ojos. 
La novela sobre la dictadura que Manuel Puig no escribió: cuarenta, cincuenta informes como el de Mascaró, y detrás, implícita, la biografía del ser oscuro e impreciso que se sienta día a día frente a una Remington, y escribe.  
Claro que sí: el censor también escribe. Y tacha. En el registro frío y objetivo que usa se le cuelan, quizá, metáforas y adjetivos borgeanos que luego borra con ¿asco?, ¿rabia?, ¿impotencia? 
¿Melancolía?   

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Rodolfo Walsh sabía lo que los dueños del fuego podían hacer; lo que los dueños del fuego ya estaban haciendo, y tan bien. Conocía el silencio que sucede al crepitar de las llamas. Había visto las caras tiznadas de los censores. Había olido el humo negro del papel incinerado.   
“Reproduzca esta información, hágala circular por los medios a su alcance: a mano, a máquina, a mimeógrafo, oralmente”, gritaba desde la ANCLA, en la noche de la dictadura. Mande copias a sus amigos: nueve de cada diez las estarán esperando. Millones quieren ser informados. El terror se basa en la incomunicación. Rompa el aislamiento. Vuelva a sentir la satisfacción moral de un acto de libertad. Derrote el terror. Haga circular esta información.”  
Fue la satisfacción moral de un acto de libertad la que sintió Walsh, también, aquel 24 de marzo de 1977, mientras escribía su Carta abierta a la Junta Militar.  
Cuerpo a cuerpo. Al ritmo del fuego.  

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En Respiración artificial, Piglia escribió sobre el horror, elípticamente.  
En la Carta abierta, Walsh le escribió al horror, cara a cara. 
Ambos textos son hoy, con justicia, lecturas inevitables. 
Piglia sigue concediendo entrevistas. 
Walsh, no.   



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Frescas altas olas. Poderosas vengativas olas. 


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En la biblioteca de su padre, y del padre de su padre, Borges escribió, con la mayor limpieza de estilo que conocieron estas tierras, un ensayo sobre Shih Huang Ti, el emperador que mandó construir la muralla china y quemar todos los libros anteriores a él. Le interesó la oscura simetría tras esas dos operaciones simultáneas.  
Hay fuego, también, en su insuperable conferencia sobre Hawthorne. Dice Borges: “Si hay Alguien que ahora está soñándonos y que sueña la historia del universo, como es doctrina de la escuela idealista, la aniquilación de las religiones y las artes, el incendio general de las bibliotecas, no importa mucho más que la destrucción de los muebles de un sueño. La mente que una vez los soñó volverá a soñarlos; mientras la mente siga soñando, nada se habrá perdido”. Y luego: “El pasado es indestructible; tarde o temprano vuelven todas las cosas, y una de las cosas que vuelven es el proyecto de abolir el pasado”. 
Es verdad: estaba ciego, el viejo. Igual que Tiresias.  

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En la biblioteca de su padre, y del padre de su padre, él escribió: “El olvido es la única venganza y el único perdón”. 
En la plaza de sus hijos, y de los hijos de sus hijos, ellas gritaron: “Ni olvido ni perdón”. 

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Cientos de bibliotecas intervenidas, en un largo y ancho país al final de un largo y ancho continente bajo sospecha.  
Los registros de préstamos valían oro para identificar lectores de El Capital.  
O de El principito 

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Un servicio de inteligencia como el de la dictadura no sólo necesitaba torturadores profesionales. Necesitaba censores. 
Censores y torturadores pertenecen al mismo gremio.  
El censor hace con los libros lo que el torturador hace con los cuerpos de sus víctimas.  
Para quemar libros, primero hay que hacerlos cantar. Hay que hacerles decir todo lo que saben. No pueden andar por ahí, colmando estanterías, circulando de mano en mano, con la barriga llena fuegos artificiales.  
Hipótesis: el aplicado censor que leyó minuciosamente Mascaró, el cazador americano, en una oficina de la SIDE, y que lo entregó al fuego, sintió por Haroldo Conti la misma inconfesable admiración que habrá sentido más de un milico por el coraje suicida de esos pibes que empuñaban armas para defender consignas imposibles. 

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Pienso, general, con sus botas puestas: “Ningún entierro cristiano: fosas comunes, carajo. Para hombres y para libros.  
   
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El 30 de agosto de 1980, en un baldío de Sarandí, ardieron —todavía arden— un millón y medio de libros publicados por el Centro Editor de América Latina. 
Entre las fotos de la quema que circulan, hay una donde se ve una pila enorme de libros a medio consumir, y detrás, un grupo de siete u ocho hombres, civiles y militares, que charlan como parrilleros esperando que el asado esté a punto.  
Las caras de los parrilleros exhiben la misma desidia, la misma indolencia, la misma fría operatividad que habrán tenido los rostros enhollinados de los limpiadores de hornos en Auschwitz o Dachau. 

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Luciano Benjamín Menéndez había declarado al diario La Opinión, en abril de 1976: “De la misma manera que destruimos por el fuego la documentación perniciosa que afecta al intelecto y nuestra manera de ser cristiana, serán destruidos los enemigos del alma argentina”. 

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¿Cuántos quemaron sus propios libros? ¿Cuántas piras caseras? ¿Cuántas hogueras en patios, en terrazas, en tachos de aluminio? ¿Cuánto fuego preventivo? 
Sofisticación extrema del terror: cada censurado se vuelve su propio censor, cada cordero su propio matarife, cada condenado su verdugo.  
La culpa que antecede al pecado: Kafka, sin duda, ya lo había dicho todo. 

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Qué lo parió, general. Le confieso algo: sus botas son el calzado más cómodo que usé en mi vida. Desde que me las puse me salieron pelos en el pecho. Si viera cómo me miran las minas por la calle, general. Ya ni me acuerdo de mi timidez. Pasa esto: el tímido es un tipo que duda. Y uno con sus botas puestas no duda. Si Hamlet hubiese tenido unas llantas como éstas, lo ensartaba a Claudio de entrada, en lugar de andarse con tantas vueltas.  
Pienso, con sus botas puestas, general: “Si hubiésemos podido quemar todos los libros, llenar todas las fosas, limpiar a fondo este puto país, hubiésemos erradicado, también, la duda, y con la duda, a los que dudan del orden que yo encarno, el único, el insubvertible orden que yo encarno. De todas maneras, sepan esto: tan mal, señores, no nos fue. Deberían agradecernos, no enjuiciarnos”. 
Acá las tiene, general. Le devuelvo las botas. Las va a tener que lustrar de nuevo. Y limpielés bien las suelas. Pisé mierda.

2 comentarios:

  1. Gracias por tan hermoso texto. Esos son los dueños del fuego de la destrucción, de la muerte. Por suerte también hay otros que usan el fuego para dar cobijo, para dar vida, para iluminarnos. Muchos de éstos últimos, estaban ayer en forma anónima en la plaza del pueblo. Gracias de nuevo. Juana de A.

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  2. Me encanto el texto, siempre es un placer leerte Gonzalo. Besos...

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